miércoles, 23 de noviembre de 2011

Habla con Juan Rulfo o con quien quieras.



@cac.
            Tú te equivocaste, hijo. No era un dos de febrero. Era un veintiocho de septiembre. El día de antes había ido a Camañas a vender unas patatas tempranas. Las había sembrado en los Olmos Gordos, en un bancal que tenía a medias con la tia Pina. Me fui por la mañana temprano. Enganché el macho Noble en las varas del carro y en los tiros a la mula Roma. Y, hala, pa Camañas. A mediodía ya las había vendido todas. Saqué cincuenta duros. Cuando se hizo de noche ya estaba en casa. Volví por el camino que linda con El Covacho. Mientras llegaba a El Alcamín miraba y miraba cómo los rayos del sol inflamaban las carrascas del monte. No me podía quitar de la cabeza a tu madre y a vosotros, a tu mañico y a tú. Pero tenía que marcharme. Ya me había ido más de medio año a Larroya. Desde que comenzó la primavera hasta que llegó el invierno. Pero eso fue el año de antes. Casi no saqué nada. Cuatro duros no más. Sólo sirvió para que dejáramos la casa de la abuela y alquiláramos, por dos duros al mes, la de la tia Pina, en el centro del pueblo, en la que tú luego encontraste los peines de las balas y acabaste tirándolos al fuego, que menudo susto nos diste. Casi nos matas a todos. ¿A quién se le ocurre echar las balas al fuego y esperar a que exploten? ¡Qué poca cabeza! Así es que con los cincuenta duros me dije que ya me podía ir hacia abajo.
            El mes de agosto había estado en El Alcamín un pariente nuestro que trabajaba en una fábrica de sacos. Estaba cojo. Bueno, le falta una pierna entera. Se la había puesto de goma. Ya no llevaba una muleta con la que se apoyaba en los sobacos. Tú ya sabes cómo era tu abuela. Que en aquella casa cabían todos. Así que un día, para la fiesta de la Santa, le dijo que viniera a comer casa. Bien que me acuerdo. Como no cabíamos todos en la cocina y como allí se hacía mucho humo con los troncos de la carrasca me acuerdo que comimos todos en la entrada. Allí por donde llegaban los mulos cuando entraban en la cuadra. Venía bien aquel lugar. Porque cuando volvíamos de labrar, o arrastraos en los días de la siega, les quitábamos allí mismo a las caballerías los aparejos y así no les pegaba el cierzo que sacudía en el corral. Pues bueno, ya te digo, allí en la entrada de suelo de tierra comimos. Digo de tierra porque en la cocina lo teníamos de piedra. Aún me acuerdo cuando pusimos las losas, bien grandes, de la piedra negra que trajimos desde los linderos del monte, por allá por la paridera de la Batiosa.
            Había venido Celedonio aquel año con su mujer. Y tu madre no paraba de decirme que le preguntara si tenía trabajo. Yo que me resistía y que me resistía. A ver, por qué me tenía que ir de El Alcamín. No paraba de darle vueltas. Qué iba a ser de vosotros. Aquí no había ningún futuro. Ya la guerra había quedado atrás. Ya antes todos los hermanos en casa trabajábamos y mal que bien comíamos todos. Pero yo ya me había casado con tu madre. Y ya habíais nacido tu mañico y tú. Y yo veía que en casa nunca había un duro. Y que si queríamos comer pues aún tirábamos porque en casa de la abuela, hambre, lo que se dice hambre, no pasamos nunca, pero dinero en mano, ya digo, nunca tuvimos un duro. Tu madre remugaba todos los días. Que si necesitabais unas alpargatas, que si íbais creciendo y la ropa se os quedaba pequeña. Y tenía razón. Luego, ya ves, menudas nos las hizo pasar por allá abajo. Que si aquí teníamos necesidad allá un fue más. Y ya sabes las veces que tuvimos que oírnos aquello de que si creíamos que ataban los perros con longaniza. Pero fue valiente tu madre. Siempre fue valiente. Mira que trabajó. Si se fue consumiendo poco a poco por vosotros. Siempre de un lado para otro. Arrastrada de aquí para allá. Fregando suelos en un sitio y otro. Y valiente, vaya si fue valiente. Ya te digo.
            Fue al final de la comida cuando se lo dije. Antes Mariano había echado unos cuantos redioses. Que cuando le daba el barrunto sacudía unas hostias que temblaba el santiamén. Pero bueno, todo fue bien. Celedonio me dijo que sí, que creía que tendría trabajo, que él era el encargado del almacén y que pensaba que haría falta algún mozo para cargar los camiones. Y cumplió, que siempre fue buen zagal. A los quince días de su marcha ya llegó la carta. Y que sería bien recibido y que no me preocupara, que de buenas podría dormir en su casa.
            Fue entonces cuando tu madre empezó a remugar. Y qué haría ella, que cómo os sacaría adelante a tu mañico y a tú. Me lié la manta a la cabeza y palante. Ya te digo que en Camañas, por las patatas, saqué cincuenta duros. No había ni una perra más en casa. Y la abuela tampoco me dio un céntimo. Le dije que tenía bastante. Le dejé a tu madre quince duros. Me llevé los otros treinta y cinco. Ya te digo que era un veintiocho de septiembre, cómo no me voy a acordar bien de aquel día. Llegué, y nada más llegar, me compré un mono que me costó doce duros. Doce, doce, que bien me acuerdo. Y eso que lo compré en la Plaza Redonda, por buscar el sitio más barato. El uno de octubre ya empecé a trabajar. Luego ya tú sabes todo lo que fue viniendo, que bien te dio por ponerlo  en los papeles. Ya sé que cambias algunos dichos y recoges lo que quieres como te viene bien. Pero las fechas son las que  te digo.
@cac.
            Habla con Juan Rulfo y con quien quieras, sube y baja por las Suertes, entra aquí entre nosotros y te diremos de esto y de lo demás allá. Pero ya sabes que hay tiempos que no se olvidan. Aquello ya sé que te marcó, que bien conozco lo que tú sabes, que a mí nunca me has podido engañar, ni a tu madre tampoco. Ya sé que ahora te pasas muchas tardes mirando hacia aquí, donde yo estoy ahora muerto para siempre. Recibo el sol cuando se va poniendo. Tú estás sentado en la era de Terrer y miras hacia aquí y hacia lo alto de la Sierra y sé que echas el vuelo hacia abajo, como esos alcotanes tan gallardos a los que sigues y sigues. Y le das vueltas y vueltas a las gentes y a las tierras. Y venga y venga, tú y tus alcotanes, hasta que llega la noche y entonces te encierras entre las maderas con que revestiste tu casa, con tus silencios rulfianos.

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