jueves, 18 de diciembre de 2014

Por la Peña de Francia



Casa en Miranda del Castañar. @cac.






Desciendo desde el Puerto de Béjar, entre dehesas de encinas y alcornoques por donde los terneros se alimentan, limitados por cercas que son piedras irregulares de granito.
 Es un día soleado en estos primeros de diciembre y, aunque en las zonas de sombra, en estas primeras horas de la mañana, la rosada helada se mantiene en los solanos ya brilla la hierba alegre.
   Quiere recorrer hoy, siempre con prisa, estos pueblos del Castañar que rodean la Peña de Francia. Es buen momento para caminar por ellos. Ha pasado el puente de la Constitución y no ha llegado aún la Navidad. Son unos días de silencio, de soledad por estos lugares. En Miranda es día de mercado. Los ocho o diez puestos que han instalado los ambulantes no tienen más que un par de mujeres mirando unas zapatillas caseras para el invierno. En invierno por estas zonas reside poca gente. La economía se ha reducido, o mantenido quizá, en torno al turismo y a la chacinería. Por eso las casas, casi todas, están cerradas, esperando residentes de otros lugares que pasan aquí sus vacaciones estivales. Hacía muchos años que no volvía por estas tierras. Hoy tengo estas calles estrechas, desiertas, todas para mí. Treinta años atrás encontré calles terreras con piedras sueltas sobre ellas y regatos que recogían aún aguas fecales por entre las mismas tratadas con zotal.  Hoy todas están empedradas, todas las casas han sido remozadas, los balcones lucen esbeltos, la argamasa de piedras y maderas sostiene las fachadas y las ventanas y puertas trabajadas y repujadas protegen el silencio. Respiro este silencio soliloquiando por las calles que camino, con recuerdos literarios de Unamuno, con los restaurantes cerrados escritos con sus nombres a la espera del turista, con una casa de antigüedades que ofrece sus enseres hoy a nadie, con sus gentes entradas en años apoyados en sus bastones recibiendo el sol, con estas calles estrechas entre pasadizos protegidos por pilares de troncos de los castaños que dan lugar a su nombre, con su silencio y mi silencio.
    
Plaza e iglesia de San Martín del Castañar. @cac.
Sigo mi viaje, ojalá fuera caminante, entre carretera estrecha para disfrutarla andando con mochila al hombro, y me llego hasta San Martín. La misma sensación que en Miranda. Aquí no es día de mercado. Son tiempos para aprovechar haciendo arreglos para adaptar estancias, para remozar nuevas casas, para cepillar vigas, por eso encuentro media docena de gentes trabajando por sus calles, y una mujer que mantiene su taller de artesanía entre el zaguán de una casona en su plaza mayor, por las casas junto a la plaza de toros singular, con sus asientos numerados en las piedras y su tendido al sol de maderas que fueron traviesas viarias. Allí mismo la iglesia se levanta y detrás su cementerio protegido entre la antigua muralla. Y allí también, en un lugar que es mirador de toda esta comarca del Castañar, encuentro un nueva obra convertida en un refugiado museo de nueva traza que hoy encuentro cerrado, sumergido entre las piedras de la muralla y las cruces del cementerio. Y todo es un conjunto armónico, y las maderas y las piedras y los versos grabados de poetas hacen referencia al encuentro con la naturaleza y al respeto hacia la misma que no es más que sabiduría sempiterna.
  Esta zona del sur de Salamanca es para caminarla con calma, para pensarla y sentirla y gozarla. No la siento, ni la pienso ni la gozo como un turista sin más. La pienso y la siento y la gozo como un viajero con prisa que quisiera ser caminante y dialogar con las gentes que supieron mantener estos lugares, sufriendo en su economía diaria ante el abandono y la emigración de muchos, hasta que llegaron mejores tiempos y volvieron, de fuera y de adentro, gentes más pudientes que remozaron sus casas, y otros que instalaron sus comercios hacia los visitantes, y algunos, con bríos y aun riesgos, instalaron sus pequeñas industrias chacineras que son las que en estos días tienen más actividad, empaquetando sus embutidos y jamones que llegarán a lugares muy distintos y distantes, todos con el marchamo de sus calidades ibéricas criadas en las dehesas del sur de Castilla.
  
Casa en Mogarraz. @cac.
Es así como doy en Mogarraz. El emplazamiento de este pueblo, el trazado de sus calles, la arquitectura de sus casas es la misma de todos los que rodean la Peña de Francia. Se adaptan calles y plazas a la orografía del terreno. Pero aquí llama la atención la singularidad de sus fachadas. Un pintor hijo del pueblo hace algunos años trazó con sus pinceles los retratos de más de trescientos habitantes y en una ocurrencia, que raya en un surrealista kisch, las colocó sobre sus fachadas. Así las gentes pueden conocer a sus propietarios antiguos y también actuales, con sólo mirar su fachada. Incluso en la iglesia, en un rincón que fue pudridero de muertos y osario terminal, sus piedras mantienen clavados los retratos de aquellos que en su momento vivieron y se fueron para siempre. No acierto a comprender la singularidad de este retrato colectivo que se lleva mi mirada y deja con relevancia a medias las casas de argamasa de cantos rodados, adobe y troncos de castaño y de encina.
Vivirá plácida hasta San Antón. @cac.



Aún así el pueblo es hermoso y desde un ventanal abierto al este en un hostal taurino toda la sierra de Béjar, ya nevada, se ve a lo lejos reluciente mientras recibe el sol de mediodía. Al salir, justo en medio de la plaza mayor, delante de puerta de la iglesia, una puerca ibérica, sí una puerca ibérica, yace tendida, despatarrada, dormida recibiendo los rayos del sol. Ni se inmuta con nuestra presencia. Es la reina del lugar durante toda su vida. Irá engordando, libre por todo el pueblo, hasta que por San Antón, a mediados de enero, le llegue su San Martín. En este hostal taurino nos ofrecen números para la rifa de ese día.
Vivirá plácida hasta San Antón. @cac.
El premiado se llevará la cerda, pura ibérica, en ese día y la podrá sacrificar y convertirla en perniles sazonados y sabrosos embutidos, o quizás la pueda vender para que sean los industriales que en la parte más alta del pueblo ofrecen sus quesos de pura leche de oveja y cabra y los jamones bien curados.

    De cualquier forma el pueblo más conocido de la zona sigue siendo La Alberca, con su plaza mayor porticada, con su templete de columnas en el centro, con sus calles estrechas que se llegan  hasta ella o de ella surgen, con su ayuntamiento que aún conserva fuertes rejas en donde se  lee en una que allí fue “cárcel pública”. Es sin lugar a dudas pueblo hermoso, pero no puede ser aislado de todos los de esta zona del Castañar, tan hermosos. La fortuna para ser visitado hoy radica en que no hay turistas y, aunque se mantienen más comercios abiertos que en otros lugares, puedo pasear entre sus calles y hasta observar el encofrado de una casa cortada en sus paredes donde los desvanes viejos aún mantienen ruecas de antaño, y a una niña que hace sus deberes sobre una mesa camilla mientras su padre atiende la venta de alguna quesada y, a la entrada del lugar, o a la salida hacia la Peña de Francia, según se mire, una mujer ataviada con sayas, mantilla y pañuelo de antaño, toma el autobús hacia Salamanca portando un capazo hecho con tiras finas de castaño. Lástima no haber podido pedirle permiso para fotografiarla.
  Un treintañero aguanta en una esquina de la plaza ofreciendo sus turrones artesanos hechos por su madre. Hoy la venta está floja y le compro una tableta para tomar luego el camino hacia la Peña de Francia. La tarde es espléndida, el cielo está claro y el sol reluce ya hacia poniente, no sopla el viento ni siquiera cuando estoy arriba. Me hubiera gustado tener tiempo y a lo largo del día ascender por los senderos marcados hasta el santuario. Llego a través de las curvas de la carretera que se enroscan en torno a la peña. Un par de moteros portugueses con sus melenas y bigotazos ponen en marcha sus máquinas y ya nos quedamos solos Encarna y yo. Todo el santuario es nuestro en este día hermoso. Sólo tenemos la compañía de varios grupos de cabras montesas que ramonean en torno a la iglesia y a la hospedería que regentan los dominicos. Ni una gota de nieve, todos los pastos para estos abultados rebaños dominados por las hembras. Los machos, con sus astas fuertes y retorcidas, levantan sus hocicos por ver de cubrir a la manada. Estamos en los momentos del apareamiento.

Machos de capra hispánica en la Peña de Francia. @cac.
Manada de cabras hispánicas la Peña de Francia.@cac.

Cuando llegue la primavera, ya por mayo vencido, nuevos retoños seguirán por estos montes, teniendo el privilegio sin saberlo de contemplar todos los pueblos allá abajo rodeando esta Peña que llaman de Francia, los pueblos y las gentes que han sabido guardar sus esencias, protegiendo la naturaleza que les ha dado la vida y el trabajo en forma de oficios que son carpinteros, albañiles, comerciantes de tiendas ofrecidas al viajero, caminante o turista, o guardadores del bosque en donde se nutren animales que sustentan a las personas, por entre los ríos y regatos que van a buscar sus remansos. Es la naturaleza respetada y protegida la que puede salvar a las gentes una y otra vez. Como siempre.
            Desde las almenas que rodean la plaza que da entrada a la iglesia del monasterio tengo al Este la Sierra de Béjar con sus cumbres nevadas, al Sur Las Batuecas en el límite con Las Hurdes, al Oeste la Sierra de la Estrela ya en Portugal y hacia el Norte el campo que me lleva hasta Salamanca, la ciudad de los saberes a donde siempre vuelvo por acariciar sus piedras, por recorrer sus calles, por escuchar la lenguas habladas en su plaza mayor, por escrutar en sus archivos, por subir a sus altas torres, por entrar en Anaya y hablar en silencio con Don Miguel luego, bajando por la Clerecía, hasta el convento de las Claras, donde el rostro afilado de Unamuno esculpido por Pablo Serrano, mira la propia casa que habitó y en que murió aquel último día de 1.936. “Venceréis pero no convenceréis” había dicho.
Atardecer sobre la Sierra de Béjar desde la Peña de Francia.@cac
           

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