domingo, 22 de marzo de 2015

Hasta siempre, Alejandro.


Alejandro Sáez Fernández.-






        Tuvieron que pasar treinta y ocho años para que nos encontráremos de nuevo.
        Nos habíamos conocido en 1971, recién terminados mis estudios universitarios.
        Alejandro era entonces religioso salesiano. Le habían encomendado poner en marcha el primer COU de aquella Ley llamada Villar Palasí. Fui uno de los profesores contratados de aquel primer COU en el inolvidable curso 1971-72, comenzado en el Colegio situado al final de la calle de Sagunto, en Valencia.
        Estuvimos juntos durante cuatro cursos escolares. Hasta entonces, durante el largo franquismo, la enseñanza se mantenía separada. “Los chicos con los chicos y las chicas con las chicas”. Aquel cursó inauguró la mezcolanza que llamaban mixta. Era enriquecedor observar cómo adolescentes de ambos sexos compartían pupitres, pasillos, ideas, discrepancias, libros, amistades.
    Siempre, a todas horas, Alejandro estaba rodeado de unos y otros entre clase y clase. Él ejercía de tutor de todos e impartía su materia de Física. No paraba. Nunca le vi echar una bronca a nadie, siempre estaba escuchando a unos y a otros y su despacho nunca se cerró. Cuando él se marchaba a impartir su clase sus papeles quedaban a disposición de quien quisiera. Se ayudaba en sus explicaciones de un proyector de cuerpos opacos cuando ya su mano no alcanzaba más arriba en la pizarra. Su cuerpo había quedado partido en dos desde el accidente que lo sentó para siempre en su silla de ruedas. “Airon”, Ironside, como le moteaban los alumnos, era muy respetado y muy querido por todos ellos y ellas. Alejandro organizaba veladas de teatro que él mismo dirigía, traía a cantantes como Jorge Cafrune, conversaciones con Salvador Távora que nos conmovía a todos con su grupo “La Cuadra de Sevilla”, organizaba veladas musicales de convivencia los sábados en el gimnasio del colegio, después de unas maratonianas sesiones de evaluación en donde todos y cada uno de los alumnos recibían el trato que necesitaban. Curas obreros, filósofos de la Universidad de Lovaina, y hasta el primer objetor al servicio militar obligatorio, entre otros,  pasaron por aquel centro gracias a la labor de Alejandro.
        Aquel lugar de trabajo fue un aprendizaje continuo en lo pedagógico y en lo personal. Jamás nos dio Alejandro una pauta en nuestra actuación en clase. Siempre nos sentimos libres en nuestras explicaciones y enfoques de la materia. Y hasta a algunos nos apoyó cuando los textos seleccionados para estudiar escandalizaban a ciertos profesores anclados en el tufo del nacionalcatolicismo de entonces. Fue mi maestro sin saberlo.
    Allí estuve hasta finalizar el curso 1975-76. Aquel verano, el del setenta y seis, hicimos un viaje juntos un viaje inolvidable que nos llevó hasta Londres. Imagino que se le ocurrió a él, como tantas cosas se le ocurrían. Mi mujer estaba embarazada de siete meses y decidimos que ella hiciera el viaje en avión. Él y yo, junto a una alumna de aquel año, nos metimos en mi coche y recorrimos hasta la frontera por La Junquera, tomamos el valle del Ródano y, por Lyon y París, llegamos a Calais donde embarcamos hasta Dover y de allí a Londres.
  Alejandro ocupaba el asiento de atrás. Se acercaba con su silla hasta la puerta, se agarraba con sus fuertes manos y brazos, daba un empujón y se quedaba sentado. Yo guardaba su carro de ruedas detrás y recorríamos los kilómetros. No puedo recordar dónde dormíamos en nuestro camino. Sí nuestras paradas en las áreas de servicio, nuestras comidas ligeras en las mismas y nuestros aseos en sus servicios.
   Recuerdo cómo crujía el viejo transbordador que nos llevó hasta Dover en un día de mar brava. Cómo subiríamos por aquellas escaleras empinadas de madera hasta la cubierta no lo sé. Pero las subimos y las bajamos y nunca nos caímos. Desde Dover llegamos, sin hacer ninguna pregunta a nadie, hasta Londres. Sólo guiados por un viejo plano que manejaba Alejandro entre la guía de carreteras. Conduciendo por la izquierda Alejandro me guió por los caminos ingleses hasta Londres. Recorrimos toda la ciudad indicados por él. Cuando le pregunté si nos faltaba mucho para llegar a la casa que ocupaba nuestro acogedor, cruzada ya toda la ciudad, en el barrio de Hasmtead, me dijo, “apaga el motor que ya estamos en la puerta”.
   Allí estuvimos quince días. Fuimos al teatro, a locales imposibles sumergidos en sótanos donde escuchamos el jazz que tanto le gustaba, nos acercamos a Oxford y Cambridge, comimos los chicken and chips londinenses, nos reímos con los locos de Hyde Park, espantamos los cuervos alicortos de los Beefeater, caminamos por Picadilly, subimos y bajamos al metro londinense y hasta asistimos a las acaloradas discusiones de anarquistas y comunistas españoles en los momentos vibrantes tras la muerte de nuestro dictador.
        Regresamos un tanto silenciosos y nos detuvimos en Zaragoza por visitar a una alumna nuestra que el curso anterior había tenido un accidente y estaba en coma en el hospital. La atendía en la UVI un médico amigo y nos dejó estar un rato a su lado junto a aquella muerte en vida. Fue la única vez en que vi que a Alejandro se le caía una lágrima.
   Dejé a Alejandro en la puerta del Colegio y ya no le volví a ver hasta el pasado 22 de noviembre de 2014. Una oposición me llevó por tierras lejanas a Valencia. Tuvieron que pasar esos treinta y ocho años para que por una casual fortuna nos volviéramos a encontrar. Aquellos alumnos del primer COU, un par de años antes, decidieron celebrar su cuarenta aniversario y acordaron seguir haciéndolo. Esta era la tercera vez y la casualidad se alió con los medios de comunicación. Yo había encontrado las fichas con mis anotaciones personales de aquellos alumnos y pude conectar con algunos de ellos. Me invitaron ese pasado 22 de noviembre y acudí. Allí fui cuando me volví a encontrar con Alejandro.
   Nuestro abrazo fue hondo, emotivo y silencioso. Estuvimos hablando varias horas. Supe de su peripecia personal después de nuestro viaje, de su comenzar de nuevo como profesor por tierras de Tortosa, de Sagunto, de Valencia, de sus dos hijas, de sus viajes de un lado para otro con su caravana y su bicicleta. El tiempo había pasado para los dos. El cuerpo de Alejandro ya estaba mucho más roto de lo que siempre estuvo. El accidente con la bicicleta, el parkinson, el cáncer de próstata lo estaban doblegando. El 24 de noviembre lo operaron por segundad vez. Desde la cama en el hospital hacía esfuerzos por que escucháramos su voz ya quebrada. Nos comunicábamos por correo. En las Navidades le visité en su casa. Tenía momentos en que se notaba que sufría aunque él jamás en su vida lo manifestó y mucho menos lo verbalizó. El siete de marzo pasado estuve con él en su casa. Acudió también una alumna de aquel primer COU, Amparo Aloy Martínez, recién jubilada como profesora. Era un día de esos dulces que suceden en Valencia con frecuencia. Caminamos hacia un restaurante cercano al domicilio de Alejandro entre viejos algarrobos y almendros en plena floración. Nos detuvimos en un altozano desde donde teníamos ante nosotros la llanada hasta Liria y la sierra Calderona. Ya Alejandro no podía con la palabra atenazada en su garganta. Muy débilmente en un momento dijo “qué buen día”. No pudo probar bocado ni beber un sorbo de agua. Cuando ya se ponía el sol volvimos a su casa. Tenía frío, lo pusimos en su cama, lo tapamos. Su mano ya no tenía fuerza en la despedida. Le di un beso y me fui.
   Ya sólo me dio tiempo a acudir al mediodía del  19 de marzo a decirle adiós para siempre mientras Rafa Cuesta, otro profesor y amigo de entonces hablaba, con versos de Machado, del hilo que se había roto entre los dos. Cuando Valencia ardía en sus fallas y la luna eclipsaba al sol sus hijas miraban las volutas de su vida convertidas en polvo de estrellas.

     Fue entonces cuando se rompió el hilo, pero no el vínculo, con aquel hombre bueno que fue Alejandro. Fue como una muerte dulce en la ceremonia del adiós. 

4 comentarios:

  1. Extraordinaria narración. Me has emocionado. Estamos organizando un homenaje a Alejandro, por medio de la iniciativa de Francesc Ferrando y Salvador Bahilo, y a los mandos tecnológicos del ingerniero Roberto Capilla Lladró, los alumnos de COU 75-76 , que celebraremos el próximo sábado 28 de noviembre con una Misa en sufragio de su alma en la parroquia San Antonio Abad, acto breve como tributo a su memoria en el salón azul y luego una comida. Gran hombre se fue pero siempre permanecerá en nuestros corazones.

    Mi última conversación con él fue a finales de los 80 cuando el estaba en el edificio de la Misericordia en el grupo de Informática per l ´Ensenyament que terminaría por crear el GESCEM para los Institutos y colegios de la comunidad cuando yo pilotaba en la Comuniidad Valenciana, los destinos de la empresa fundadora de la informática educativa en España y Sudamérica, COSPA, S.A.Como siempre su trato afable y excelente.

    Gracias Clemente. A tu disposición.

    Vicent Almenar Climent.

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    1. Gracias. El próximo 28 estaré en Valencia. Otros alumnos, de otras promociones, estarán allí. Habrá otros homenajes además de la misa de ese día.

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  2. Me has emocionado, yo desde que lo conocí supe que era una personal especial de las pocas que hay en el mundo, formamos la Asociación que nunca quiso presidir y me dejo a mi el encargo de hacerlo, mi mejor amigo no cabe duda, ante cualquier duda mi llamada de teléfono o mi visita personal o la suya a mi casa, lo echo de menos ahora hay veces que no se a quien consultar mis dudas, descansa en paz querido amigo y vuelvo a repetir que tus palabras me han emocionado. Pepe Balaguer

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