lunes, 21 de noviembre de 2016

El tió Cleto.







    El tió Cleto tenía la era justo debajo de Las Chozas, las cuevas donde jugábamos, excavadas en los escarpes de las laderas de arcilla, por donde caminábamos a cuatro patas entre resbalones y sangrado de rodillas, por lo de las piedras y los afilados cuarzos enterrados en ellas.
         El tió Cleto con su dale y venga de todos los días había conseguido abancalar primero y aplanar poco a poco aquella ladera y allí, arrastrando piedras traídas desde El Rebollar, sujetar una barbacana en donde levantó las paredes de un pajar que aún no había conseguido tejear cuando se lo llevaron a la cárcel.
     Ni siquiera abandonó el pueblo cuando los bombardeos de enero y de febrero del treintaiocho. Se metía con mulos y todo en estas mismas cuevas donde nosotros jugábamos en nuestra niñez de aprendices. Cuando las pavas alemanas se perdían con sus bombas por la masada Blanca y más allá, seguía dándole al pico y a la pala por aplanar aquellas arcillas. Y guardaba sus lágrimas secas llenas de rabia cuando los corrales y las casas abandonadas por sus dueños en la evacuación saltaban hechas pedazos, desventradas por los obuses lanzados desde las panzas de aquellas pavas anunciadas con el toque de campanas desde la iglesia.
  Al tió Cleto lo metieron en la cárcel en la Pascua de aquel abril del treintainueve como metieron a unos cuantos más. En el otoño de un par de años antes, cuando llegaron los de la FAI aquí a Larroya y se llevaron por delante a una docena entre hombres y mujeres, el tió Cleto, quieras que no, entró en la Colectividad. Qué más le daba a él trabajar de sol a sol, o de luna a luna, y entregar el centeno o las remolachas a la Colectividad si luego lo repartían y hasta le tocaba algo en el escaseo de todos los días.
      La media docena de las gentes que más tenían, que más tierra podían labrar, se habían ido con sus mulos y con sus ovejas hasta el otro río, detrás de Palomera, por los donde los alzados contra el gobierno se habían hecho fuertes. Aquí en Larroya se quedaron quienes no tenían más que sus manos, a lo sumo un par de machos, que ya era tener, y algún pegujal lejano roturado en el monte. Daba igual trabajar para unos que para otros y hasta compartir del reparto amortiguaba el dolor de los desastres diarios de aquella guerra llena de destrucción y muerte.
         Al tió Cleto no le gustó nada lo que ocurrió aquel otoño del treinta y seis cuando entraron a las bravas los milicianos de la FAI. Ya los pudientes habían cruzado por Santa Eulalia y Aguatón al otro lado, ya aquí no quedaban más que las familias que andaban esperando algún jornal como pastores o como agosteros en el verano, o como criados sin sueldo en las casas de los terratenientes. No le gustó nada que aquel, Juan el loco, enseñase el pistolón colgado en su cinto y amenazase a quienes remilgaban con lo de la Colectividad.
No le gustó nada que humillasen a sus conocidos de siempre con cinco o seis hijos aún mocosos porque no llegaban a las puertas de la casa ocupada de Don Marcial, por la mañana temprano, para recibir las órdenes de un Juan, el loco, que había salido de una imprenta valenciana y no sabía ni de rosadas mañaneras, ni de sembrados, ni de labranza ni de riegos a sus horas.
         No le gustó nada cuando se enteró que Juan, el loco, el jefe de aquella columna de milicianos decidiera quién iba a morir y quién se quedaba vivo. Habían escrito una lista de un par de docenas de gentes. Que si no habían colaborado en la quema de los santos de la iglesia, que si trabajaban para los ricos por cuatro sacos de trigo,  que si no acudían prestos cuando les requería la Comunidad, que si ampararon al Cura tralará.
         Una lista de dos docenas, que corría de boca en boca que conocía el tió Cleto y que dejaba llegar hasta los interesados. Para que se escaparan con sus familias, para que no fueran por aquí o por allá,  para que salvaran su vida sin más.
    Y cayeron doce, entre hombres y mujeres, y los dejaron abandonados en los barrancos de la Serna, en el Rubial y en la Vuelta de los Olmos. Y él mismo tuvo que recoger el cuerpo de algún pariente y compartir después el trabajo, las patatas, el trigo y las remolachas con los hijos, aún mocosos, de quienes sin tener dónde caerse muertos caían bien muertos y fusilados para siempre.
         Luego, después de aquel otoño de tanto dolor y tanta muerte se sometieron a la Colectividad y casi al pronto comenzaron los conflictos, con el reparto de tierras nunca propias para el trabajo y los trigos depositados en la fábrica de harinas, o los sacos almacenados en los comercios o los ganados de ovejas y corderos del Sindicato de la carne.
       Y el tió Cleto y muchos más se sumieron en un silencio turbio en el que nadie tenía casi nada y todos cargaban con la mezquindad de una guerra.
Y entraron unos y otros en Larroya, y bombardearon los de un lado y los de otro, y los evacuaron de aquí para allá en una desbandada sin sentido llena de llantos y de miserias por los caminos helados y el hambre y la muerte y la muerte. Y ya en febrero del treintaiocho, cuando los soldados que aún quedaban de aquellas divisiones mixtas, emprendieron la desbandada y dejaron a las gentes asustadas y a su abandono apareció entre la niebla la anunciada caballería y los moros de Yagüe con su derecho al saqueo de lo poco que quedaba en las casas abandonadas y el perseguido terror de las mozas aún adolescentes.
Y el tió Cleto, y otros como él, con su boina agujereada, su camisa rayada, su faja, sus pantalones remendados y sus albarcas arrastradas volvieron a lo de siempre, esperando lo que vendría sin saber cómo viniera.
Y llegó, claro que llegó, el día en que se lo llevaron a la cárcel. A otros de su misma quinta se  los habían llevado unos meses antes a la de san Miguel, allá en Valencia, y a él a la de aquí cerca, a la de Teruel. Sin más ni más. Y a su hermano Laureano con él. Medio año entre las paredes enrejadas, junto a la iglesia de los franciscanos.
Cada quince días una visita de lejos y entre voces de su mujer. Un pedazo de pan y una miaja de tortilla. Y sin saber de qué le acusan a uno. Y las ropas más deshechas, y trabajar haciendo cestos de mimbre sin saber para quién ni por un céntimo, y el hambre de todos los días, y más gente y más gente en la cárcel. Y un día traslado al campo de concentración de san Juan de Mozarrifar, y un juicio con otros cincuenta y tres en el mismo saco, y acusaciones de pertenecer a no sé qué sindicato, y apoyo al Comité revolucionario de Larroya, y montar guardias los primeros días de la guerra, y denuncia del cura que luego se encargó de desaparecer para siempre al alcalde republicano, y tener la lista de los doce que se llevaron por delante aquellos desatados de la Fai. Y doce años y un día por apoyo a la rebelión.
Y el tió Cleto sabía que nada de aquello era verdad. Y se tragó casi tres años en Torrero, allá en Zaragoza, apretujado con tanto preso y tanto preso que entraba y salía, muchos para no volver.
Él volvió hasta Larroya. Y se encontró con que su mujer, la Campanera y su hijo, nacido justo el 15 de abril del treintaiuno, cuando proclamaron la República en Larroya, habían echado ya el tejado y habían cultivado los pegujales del secano y, a carga en los mulos  con samugas, llevado el centeno hasta la era. Y se dio cuenta de que su mujer y su hijo, a quien había puesto por nombre Humanitario aquellos días de la República, eran tan caínes como él en el trabajo.
“Es un Caín trabajando” decía su vecino Nicolás ya viejo cuando pasaba delante de su casa. Y se lo decía a los nietos que le hacían rabiar quitándole el garrote que mantenía en sus manos, protegido por la sombra del porche del corral.
Claro que era un Caín trabajando. Lo sabíamos muy bien quienes le mirábamos desde la boca de las Chozas, encima de su era, cuando daba vueltas y vueltas a la parva, cuando supimos que desde que volvió de la cárcel no hizo más que trabajar y trabajar. De sol a sol y de luna a luna. Ya no habló más que con su familia y poco. Sólo un “alante” con quien se cruzaba cuando por la calle, de madrugada, se iba al tajo. Ya no hubo ni un día de fiesta ni para él ni para Humanitario. Labraban uno y otro roturando el monte hasta que reventaban a los mulos y hasta se vio alguna vez a Humanitario tirar delante del aladro. Y fue trayendo los mejores trigos rubiones. Y entrecavó las mejores remolachas de la vega. Y se encerró en el trabajo y en el trabajo. Y en los veranos lo reclamaban para que fuera el puntero de los peones segadores después de que él ya había hecho su campaña con la hoz en la mano por tierras de Murcia y Albacete, hasta que por la serranía de Cuenca llegaba hasta Molina y cruzaba luego el Jiloca para llegar de nuevo a Larroya. Allí le esperaban quienes habían vuelto de nuevo, quienes evacuaron su casa cuando la guerra. Y se dejaba los riñones de tanto doblarse amorrao entre los trigos. Y luego siega tus salobrales y lleva el trigo a la era y trilla y aventa, y como eres un Caín trabajando échame una mano en el aventeo.
Y por allí pasaba, por delante de la casa del tió Cachaza, su vecino Nicolás, el que fue a San Miguel de los Reyes y volvió luego como él. Y era entonces cuando nos enterábamos de las mentiras y más mentiras, de las denuncias de los Guillomos, de los correveidiles de siempre quienes, también sin tener donde caerse muertos, firmaban lo que les decían que tenían que firmar.
El tio Cleto se inundó de silencio para siempre y ni siquiera le contestaba al cura presumido requeté que llegó por aquellos años, el mismo que soflamaba en la iglesia y contaba cuántos iban a misa los domingos y quiénes pecaban porque labraban y labraban y dedicaban sus días al diablo. El cura requeté recogía casa por casa la primicia que decía que le correspondía a la iglesia y arrastraba a las gentes a comulgar por Pascua florida como decía y predicaba.
Y fue el tio Cleto quien a las rasas le dijo, cuando le echó en cara tantas veces que no cumplía con la Iglesia,  que hasta aquí, que su misa y su olla para él, que el pan lo compartía con sus gentes y su trabajo, que las hostias a su tiempo, que las procesiones por las sendas de las ovejas, que los lujos en las albarcas, que los requetés ya le habían dado suficientes cristazos, que no denunció a nadie, que salvó a más de uno, que el infierno ya lo había pasado, que se dejara de terrores y castigos divinos, y de guerras de romanos y cartagineses,  de rosarios y de vísperas, que se fuera con él al tajo todos los días, que compartiera sus alforjas, que luego hablara y que en su hambre mandaba él.
 Que no condujo a nadie al paredón y usté sí. 
El único de Larroya que se las tuvo bien tiesas. Y el requeté se la envainó.

Lo fuimos sabiendo poco a poco años después cuando el tió Nicolás, ya sordo, nos decía algunas palabras después de que pasara el tió Cleto con su carro cargado con el mejor trigo rubión traído de las roturas del monte.
          Cuando nos hablaba de quien era el más trabajador del mundo, quien le salvó del tiro cuando aquella madrugada del terror de la FAI lo condujo escondido en un serón tapado con fiemo hasta la masada Baja, al otro lado de Palomera.
“Tió Cleto” le gritábamos desde la boca de las Chozas. Y él se quitaba el sombrero y lo levantaba como saludo y seguía y seguía dando vueltas a la parva sentado sobre el trillo.

   

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