lunes, 7 de noviembre de 2016

Haití, Haití, Haití


Haitianos dispuestos para el tajo.



    Fue en nuestra tercera estancia en la isla llamada antaño La Española, hoy República Dominicana, cuando crucé el puente sobre el río llamado de “La Masacre”.

   La masacre la había dirigido  el dictador dominicano Leónidas Trujillo sobre sus vecinos haitianos. El río es quien marca la frontera, allá por Dajabón. Ocurrió el 28 de octubre de 1937. Las crónicas hablan de 25.000 haitianos muertos a machetazos, empalados, quemados.

         Trujillo estaba obsesionado por blanquear el color de la piel de sus compatriotas y para él súbditos. Siempre dijo, y consiguió que calase entre los dominicanos, que los haitianos eran más negros que quienes habitaban al otro lado del río, donde él instigó y desencadenó la masacre a golpe de machetazo limpio y húndete en el fango.

         Era nuestra tercera estancia bregando en escuelas de La Romana con niñas y niños y con las gentes de los bateyes de alrededor en donde habitaban, es un decir, los trabajadores de los campos de la caña de azúcar.

 Trabajo duro llevado a cabo por los esforzados emigrados, casi siempre indocumentados haitianos, marginados en muchos casos por estos del otro lado del puente, ahora lleno de gente que viene de allá, de la otra orilla del río. Sí, el de “La Masacre”.

Llegaban cargados con fardos saqueros a la espalda, con descomunales vasijas repletas de objetos colocadas sobre la cabeza erguida de las mujeres. Todos, ellas y ellos, reflejando sobre sus rostros sudorosos los rayos de un sol del interior Caribe que aplastaba su negritud de siempre.

Habíamos llegado allí en un viaje apretujado dentro de una yipeta alquilada durante el mediodía del sábado y hasta el domingo, después de nuestra jornada laboral. Nos habíamos detenido en un batey donde atendimos  a las gentes que hacían cola para tratar su conjuntivitis. Nuestra medicina era bien simple: agua tomada en La Romana y sal diluida en ella. Sencillo suero sin más, enseñado a preparar a las gentes que ocupaban las desvencijadas casas de madera atacada por las humedades y los ácaros, propiedad, por supuesto, de los accionistas de los extensos campos del monocultivo de la caña, transportada luego al ingenio azucarero del Central Romana, allí, cercana a la lujosa Casa de Campo, el lugar de las villas lujuriosas, con sus hípicas privadas, sus campos de golf, sus helipuertos, sus yates ofensivos, sus fiestas y sus devaneos de negocios, enclavada en su exclusiva y excluyente propiedad privada de los Altos de Chavón.

Tan sólo aplicábamos unas gotas de suero en los ojos y las gentes se iban contentas sin señalar una mueca en su rostro. Volvían a sentarse en el suelo y seguían mirando a quienes pasaban y pasaban por el suero que creían sanador.

Ninguno de aquellos rostros, ninguna cara de aquellas gentes, mostró una mueca de sonrisa. Nunca vi a ningún hombre, a ninguna mujer haitianos, sonreír. Como si una tragedia hermética presidiera su semblante. Sólo aprecié un rictus de relajo en los labios abundosos del viejo que tenían encerrado en una jaula construida con ramas de ceiba en medio del poblado, desbordada su cara por unos ojos desorbitados, encerrado allí por loco según decisión de sus propios vecinos. Como un Quijote en medio de los campos sin límites del cultivo de la caña.

Y fue al poco cuando recabamos en Dajabón, en la misma frontera con Haití, en aquel día de mercado en que acudían las gentes de un lado y otro, en este norte de la misma isla que fue La Española y ahora son dos países separados y marginados por este río que se llama, sí, de La Masacre.



Las fotografías muestras bien a las claras este ir y venir de las gentes de un lado y otro de la frontera. Ropas y zapatillas de la ayuda internacional, plátanos, yuca, papayas, piñas, aguacate, mangos, frijoles, arroz y cuantos productos necesarios para poder sobrevivir son comerciados un día a la semana en este lado de la frontera. Acuden los haitianos, cruzando el puente, cargados hasta los topes como mucho ayudados por un carretillo de mano, y a este lado les esperan los dominicanos con sus camionetas llenas de arroz, de azúcar de plátanos, de los frijoles cultivados en el valle de Constanza o en la Vega.

Cuando se abrió la frontera entraron en tropel miles de haitianos, en ocasiones latigados por los palos de los guardias tratando de calmar el sofoco y las ansias que causan los estragos del hambre.

Nos vimos atrapados por aquel mercado sudoroso, como perdidos autonautas de una cosmopista saturada de gente donde se me presentó tanto y tanto dolor de este pueblo haitiano, tan castigado por la vida a lo largo de la historia.

Fue en la noche, justo cuando ocupamos una habitación en el mismo hotel “La Masacre”, cuando rememoré la historia y pensé en aquellos años de 1791 a 1804, cuando se produjo la primera sublevación de los esclavos negros y se abolió la esclavitud en la tierra que vino a llamarse Haití.  Sublevación que nunca le perdonaron las naciones que dominaban las colonias y parece que marcaron para siempre a las tierras de estos lugares, a las gentes antes vendidas como esclavos y luego vendidas por ellos mismos y masacradas una y otra vez a lo largo del tiempo más cercano por los Duvalier, papa Doc y su boy, con sus ejecutores “tonton macoute” que se llevaron por delante a machetazos y a tiros en medio del hambre de siempre a más de ciento cincuenta mil haitianos.

          Luego, para no perder la costumbre a su fidelidad de siempre, vinieron los huracanes, llegaron los terremotos, y de nuevo los huracanes y otra vez los huracanes y los terremotos y el hambre otra vez, y la miseria.

   La miseria interior que me embarga de cuando en cuando en el momento en que cierro los ojos y veo una vez y otra, y otra y otra, a estas gentes haitianas.

       (Sí, ya sé que no valen las palabras, valen los hechos. Esos me los callo).

Cruzando el río para llegar antes.

Se abre la verja de la frontera. Quien más pueda para él.

Después del huracán nos queda esto.

Dos bestias. Papá Doc y su hijo. Los Duvalier.

Dicen que estoy loco. Mírame a la cara. ¿Lo entiendes?

Los helicópteros sólo toman fotografías. Nada más.

Sí, aquí seguimos.

Mi noche de insomnio en tu segundo hogar.

Cada uno cruza el río enfangado como puede.

Acaba el día. Volvemos con lo que podemos.

El hambre nuestra de todos los días.

Aquí no se salva ni la bandera del palacio presidencial.

Decías que eras pobre y tenías unas piedras.





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